LAS SEMILLAS DE LA ABUELA – PARTE II: "La Cosecha del Olvido"


 
La Cosecha del Olvido.

La abuela Rosa murió en pleno invierno.
No fue una muerte triste ni repentina; simplemente se fue quedando quieta, como si la tierra la llamara.
Tomás la enterró detrás de la casa, junto al maizal.
El mismo día, el cielo se abrió en un aguacero que no paró por una semana.

Después de la lluvia, las plantas crecieron de golpe. Las mazorcas eran enormes, doradas, sin una sola mancha. La gente del pueblo empezó a venir a comprarle, maravillada.
“Milagro de Dios”, decían.
Tomás no se atrevía a corregirlos.

Pero el campo estaba distinto.
Por las noches, los perros aullaban mirando la tierra.
A veces, el suelo temblaba como si respirara.
Y en el silencio, Tomás escuchaba un murmullo, bajo, persistente.
Eran voces.
Susurraban desde las raíces.

Una tarde, mientras limpiaba el pozo, encontró una caja de madera envuelta en trapos húmedos. Dentro había sobres viejos con nombres escritos: Delia, Eulogio, María Inés… todos vecinos del sector.
Al fondo del cajón, un papel doblado decía:

“Cada semilla requiere un nombre. Cada nombre guarda su fruto.”

Tomás sintió frío.
Volvió a la casa y buscó el saco de semillas que su abuela guardaba en la cocina.
Eran negras, brillantes, como pequeñas pupilas.
Cuando una cayó al suelo, juró haberla visto palpitar.

Esa noche soñó con su padre.
Lo vio joven, con las manos llenas de tierra, sonriendo frente al campo recién sembrado. Pero al despertar, no pudo recordar su rostro.
Solo el olor a maíz fresco, dulce y denso, lo seguía hasta en el desayuno.

Los días se hicieron iguales.
El pueblo lo visitaba cada vez menos.
Una mañana, el viejo Gregorio —el más antiguo del valle— llegó en su caballo blanco y se quedó largo rato mirando los surcos.
—Tu abuela jugó con fuego, muchacho —dijo finalmente—.
Estas semillas no son de aquí. Son de los que viven bajo la tierra.
—¿Los qué? —preguntó Tomás.
—Los guardianes del surco. Espíritus que comen memoria. Si les das nombres, crecen. Si no, se pudren… y se llevan lo que falta.

Tomás rió nervioso. Pero esa noche, al pasar junto al campo, escuchó algo que no era el viento.
Un llanto.
Como si alguien enterrado bajo las raíces pidiera ayuda.

Trató de olvidar, pero el olvido empezó a ganarle.
De pronto, no recordaba qué había comido. Ni el color de los ojos de su madre. Ni el día en que la abuela murió.
Solo el campo seguía igual, verde, vibrante, eterno.

Una madrugada, sintió el impulso de sembrar.
Fue hasta la cocina, tomó el saco de semillas y salió bajo la lluvia.
—Un nombre más —susurró—, solo uno más.
Pero ya no quedaba nadie en el pueblo.
Entonces se dijo a sí mismo:
—El mío servirá.
Enterró las semillas con una pala oxidada y repitió su nombre una y otra vez, hasta que la voz se le apagó en la garganta.

Al amanecer, el campo amaneció florecido.
Y nadie recordaba haber conocido jamás a un hombre llamado Tomá
s.

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