El Humo Blanco
"El Humo Blanco"
La tarde era densa sobre Roma. Las campanas del Vaticano repicaban con solemnidad, mientras miles de fieles se agolpaban en la Plaza de San Pedro, aguardando el humo blanco que anunciaría al nuevo Vicario de Cristo.
La Sede Vacante se había extendido más de lo esperado. Las deliberaciones eran largas, tensas, sin consenso. Hasta que, en el tercer día del cónclave, una figura entró a la Capilla Sixtina. No venía de entre los cardenales, ni había sido vista llegar. Vestía túnica blanca como la nieve, su rostro irradiaba una calma sobrenatural, y su voz —cuando habló— resonó sin eco, como si cada palabra hubiera sido ya escuchada desde siempre.
“Ego sum qui vocatus est...”
("Soy el que ha sido llamado...")
El silencio cayó como un manto. No hubo objeción. Uno a uno, los cardenales, como si sus voluntades les hubieran sido extraídas, escribieron un mismo nombre en sus papeletas: Angelus.
Cuando el humo blanco ascendió en espirales sobre la chimenea, la multitud exclamó, cantó y lloró. “¡Habemus Papam!”, se escuchó. Pero cuando la figura apareció en el balcón, vestido con una sotana que parecía brillar desde dentro, algo se quebró en el aire. No era miedo aún. Era una inquietud antigua, enterrada en lo profundo del alma humana.
“Benedicti estis, filii lucis…”
("Benditos sois, hijos de la luz...")
pronunció con voz melodiosa. Pero algunos no pudieron evitar notar que sus ojos no reflejaban el cielo, sino un abismo sin fondo.
Los primeros en arrodillarse fueron los niños. Luego los ancianos. Luego todos. Y entonces, las campanas comenzaron a sonar al revés. Una tormenta sin nubes sacudió la plaza. Las palomas huyeron. Y de pronto, la figura alzó las manos y desplegó unas alas inmensas: no de plumas, sino de una carne oscura, reluciente, salpicada de ojos que parpadeaban con fuego.
El silencio se volvió grito.
Uno de los cardenales intentó hablar, pero su lengua cayó inerte. Otro rezó en voz alta, y su cuerpo se desintegró como ceniza en el viento. Entonces entendieron: el Angelus no era un ángel. O no como los habían imaginado. Era uno antiguo. Exiliado. Olvidado.
Y había sido elegido Papa.
Desde entonces, la Basílica permanece sellada. Los fieles ya no oran, solo observan en la distancia, mientras una nueva liturgia se repite cada medianoche, con lenguas que no pertenecen a este mundo. Las estrellas sobre Roma han comenzado a desaparecer una a una.
El humo fue blanco, sí.
Pero no todo lo que brilla... viene de la luz.

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