LAS SEMILLAS DE LA ABUELA - Parte I "Tierra no Olvida"


 "Tierra no Olvida"


El bus dejó a Tomás en el cruce de tierra al atardecer.
El aire olía a humo y pasto seco. A lo lejos, la casa de su abuela seguía igual: las tejas cubiertas de musgo, las ventanas oscuras, y ese silencio espeso que siempre le pareció mirar.


Habían pasado más de diez años desde la última vez que estuvo ahí. La abuela Rosa nunca quiso dejar el campo, aunque todos se hubieran ido. Decía que mientras quedaran semillas, la familia no moriría.
Lo recibió en la puerta con un delantal viejo y las manos manchadas de tierra.


—Llegaste justo pa’ la luna menguante —dijo sin mirarlo—. Es buen tiempo pa’ sembrar lo que se recuerda.


Tomás sonrió incómodo, sin entender del todo.
Al día siguiente, la abuela lo llevó a la huerta. El Choclo crecía alto, imposible de creer. No había llovido en semanas, pero las hojas estaban verdes y tensas, como si bebieran luz.


—¿Qué clase de semillas son estas, abuela? —preguntó.


Ella se agachó, tomó un puñado de tierra húmeda y respondió:


—Las que no se compran ni se venden. Las que uno siembra con un nombre.
Esa noche, Tomás escuchó susurros en el patio.


Eran voces que decían nombres antiguos, algunos familiares, otros desconocidos. Al mirar por la ventana, vio a su abuela bajo la luna, enterrando algo en la tierra.


Al día siguiente, el choclo volvio a crecer.
Y en el pueblo, dijeron que la señora Delia —la vecina que hacía churrascas— no se levantó nunca más.
Cuando Tomás fue a contarle a su abuela, ella solo respondió:


—Pa’ que algo crezca, algo tiene que olvidarse, mijo. Así ha sido siempre.


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