Serie “Püllüken: la Sangre del Bosque” Capítulo II — Ko (Agua)
Capítulo II — Ko (Agua)
El invierno se apoderaba del valle, y la niebla escarchada planchaba el cauce del Rüku Leufü, un brazo menor del río Cautín que serpenteaba entre colinas de pinos rectilíneos. A media mañana, Elena Valdés descendió por la zanja de servicio con las botas embarradas y una tablet empapada de humedad; necesitaba medir turbidez y conductividad del agua para su “informe de sustentabilidad”. El sol, apenas un disco lechoso, no alcanzaba a templar la helada que se colaba por la cremallera de su chaqueta.
En la ribera aguardaban Kürüf y Ñamku. El joven llevaba el rostro tenso: todavía sentía el latido extraño de la corteza viva que había brotado del acero el día anterior. La machi sostenía un canasto con hojas de murtas, ramas de palma chilena y un cuenco de greda; sus pasos apenas oprimían el barro. Elena llegó exhalando vapor.
—Ingeniera —saludó Kürüf, señalando el agua gris—. Antes de tu muestreo, haremos un ellutun. El río necesita que lo escuchen.
Elena alzó una ceja, pero asintió. Desde las misteriosas fracturas de la topadora, no había dormido; la escena se repetía en su mente con un sinsentido aterrador. Si la comunidad quería un ritual de purificación, ella no sería quien lo impidiera.
El baño sagrado
Ñamku se descalzó pese al frío y se adentró hasta que el agua le lamió los tobillos. Kürüf y Elena la imitaron, temblando. La machi mezcló las murtas y la palma, mascó un puñado y escupió la pasta verde en el cuenco. Luego llenó el recipiente con agua del río, agitando hasta que la superficie se tornó aceitosa.
—Ko ta yem —susurró—. El agua habla.
Con un gesto, untó los dedos de Elena y trazó una línea desde la frente hasta la barbilla; la ingeniera sintió la mezcla helada y aromática, casi cítrica. Hizo lo mismo con Kürüf y finalmente se unta ella misma.
El murmullo del flujo se intensificó. Por un instante, Elena creyó oír voces mezcladas con el chapoteo: un coro grave en mapudungun que no comprendía. El agua parecía hacerlo también: la corriente se arremolinó alrededor de sus pantorrillas, como si acariciara cada pisada.
—Déjala fluir —indicó la machi.
Elena cerró los ojos. Imágenes desordenadas: aquel operario con la piel endurecida en vetas rojas; la topadora trinada por un roble imposible; el rostro informe de Püllüken. El escalofrío que la recorrió no era solo por el frío.
Un golpe seco retumbó aguas arriba. Al abrir los ojos, vio un convoy de camiones cargados de trozas eucalipto acercarse al viejo puente de metal—la ruta más corta hasta el aserradero. Kürüf frunció el ceño.
—No deberían cruzar por aquí —murmuró—. El puente está sobre zona de menoko subterráneo; la ley lo prohíbe… en teoría.
—Y en la práctica —añadió Elena—, es la forma más barata de saltarse ocho kilómetros de desvío y media hora de combustible.
Ñamku entonó una nota grave con el kultrun, aunque no lo tocaba; el sonido parecía resonar en su garganta. La corriente vibró. Algo cambió en la luz: el gris del río se tiñó de marrón sombrío, como si una tinta rojiza ascendiera desde el lecho.
El ataque del puente
El primer camión se adentró en la estructura chirriante. Sus luces naranjas parpadearon al reflejarse en el agua turbia. De pronto, el tronco de eucalipto superior del cargamento crujió con un gemido visceral; se abrió una fisura longitudinal de la que brotó un chorro espeso de savia roja. El conductor frenó de golpe. Un segundo tronco estalló, rociando gotas oscuras que chisporrotearon al contacto con las barandas metálicas.
Del pilar central del puente emergieron raíces súbitas, retorcidas, que se enrollaron en los ejes traseros del remolque. El motor rugió impotente. Un alarido humano se mezcló con el chirrido del acero deformándose: el camión fue girado de costado, sus ruedas levantadas, mientras la estructura completa gemía bajo la torsión.
—¡Atrás! —gritó Kürüf, arrastrando a Elena hacia la ribera.
Elena grabó instintivamente con la tablet, manos temblorosas. El agua bajo el puente burbujeaba, coloreándose de rojo oscuro. Peces plateados flotaron panza arriba, absorbiendo la savia que se diluía; sus agallas latieron unos segundos antes de quedar inmóviles.
En lo alto del arco metálico, la nébula de un ser se materializó: Püllüken. Su silueta rezumaba resina brillante que goteaba como lava lenta. Alzó un brazo inexistente; las raíces obedecieron y apretaron la cabina, hundiéndola contra la plataforma. El conductor escapó reptando, cuero cabelludo cubierto de motas verdes. Otro camión frenó de golpe detrás; el puente tembló con un chirrido final y se desplomó hacia el cauce, arrastrando troncos, chatarra y savia.
El golpe levantó una columna de agua espesa que se encendió con un destello rojizo; al caer, salpicó la ribera con gotas brillantes que humeaban como ácido dulce. El olor invadió la garganta: un perfume balsámico y metálico que daba náuseas.
Püllüken se disolvió en neblina de filamentos rojizos que cayeron como una llovizna sobre el río. El silencio posterior pareció absoluto, apenas roto por crepitaciones de savia enfriándose sobre el metal.
Consecuencias
Kürüf hundió la mano en el cauce turbio. Sintió un latido débil, como pulso cardiaco bajo el agua. Cuando retiró la palma, sus dedos aparecieron teñidos de rojo oscuro. El patrón dibujado era idéntico al Wiñol Treng Treng, la serpiente mítica que sostiene la tierra. ¿Advertencia o firma?
—Esto no era una defensa —susurró, perturbado—. Fue un castigo.
Elena, aún filmando, no sabía si se esforzaba por documentar o por encontrar sentido. Miró a la machi:
—¿Cómo detenemos algo así?
Ñamku cerró el puño, reteniendo la mezcla de agua y savia que goteaba entre sus dedos.
—Ko requiere equilibrio. Cuando la pureza se quiebra, el agua busca un cauce nuevo… y a veces lo cava con violencia.
Repicaron sirenas a la distancia: los equipos de rescate y seguridad privada se acercaban. El reflejo azul de las balizas danzaba sobre la superficie rojiza, componiendo un cuadro surrealista.
Kürüf se giró hacia Elena.
—Necesito tu ayuda. Tienes acceso a los planos de las tuberías de desagüe químico; si comprobamos la contaminación, podremos cerrar estas faenas antes de que esto… —señaló la devastación— vuelva a ocurrir.
Elena tragó saliva. Algo dentro de ella se resquebrajó: la convicción de que trabajaba para un “uso racional del recurso” se desmoronaba ante la visión de peces ensangrentados y troncos que sangraban como cuerpos. Apretó la tablet.
—Te daré lo que necesites —respondió, voz baja—. Pero habrá consecuencias. Molina no se quedará de brazos cruzados.
Eco final
Aguas abajo, la corriente arrastraba trozos de corteza impregnados de savia; desde la orilla se veían destellos rojizos que se disolvían lentamente en el gris del leufü, como si la sangre del bosque reclamara su lugar en cada resquicio. Entre los juncos, un puyén —pez nativo— emergió, cubierto de motas rojas; su cuerpo tembló y, contra toda lógica, desarrolló una pequeña raíz antes de hundirse otra vez.
Elena agachó la cabeza, incapaz de apartar la vista. Kürüf oyó un murmullo bajo la corriente, quizá voces, quizá recuerdos. Ko había hablado, y el mensaje era inequívoco: la pureza no se restaura sin dolor.
Cuando el primer jeep de Seguridad Forestal asomó por el camino, Ñamku dio un paso atrás, miró a los dos jóvenes y pronunció, casi como un veredicto:
—El agua guarda memoria. La siguiente serpiente será el camino.
Kürüf comprendió: el Rüpu, el sendero profano de camiones, se había convertido en el próximo campo de batalla. Y en algún lugar, Püllüken acechaba, reclamando combustible para su furia.
El cauce, ahora teñido de un rubí turbio, continuó su marcha silenciosa hacia el océano, llevando con él la semilla de un secreto oscuro: quizá la vida, para resistir, necesitara mezclar su savia con una sombra más densa de lo que nadie estaba dispuesto a admitir.

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