Serie “Püllüken: la Sangre del Bosque” Capítulo III — Rüpu (Camino)
Capítulo III — Rüpu (Camino)
El olor a asfalto caliente se mezclaba con resina fresca en la Ruta 38-F, tramo forestal recién “habilitado” por la empresa para sus camiones troceros. A ambos lados, los pinos en hileras perfectas formaban un pasillo de sombras donde el sol apenas filtraba luz oblicua. Comandante Molina supervisaba la instalación de un retén portátil: tres contenedores apilados, reflectores de sodio, un dron de vigilancia zumbando sobre las copas y un letrero enorme: PROPIEDAD PRIVADA – ACCESO RESTRINGIDO.
En la garita, el jefe de seguridad estudiaba un mapa plastificado: líneas fluorescentes marcaban desvíos y caletas de carga. Había perdido un puente entero y dos camiones la semana anterior; su contrato pendía de un hilo. “Esto ya no es sabotaje—es guerra psicológica”, masculló, alisándose el bigote recortado. Un técnico apoyó en el suelo bidones de químico retardante de fuego; Molina no pensaba dejar que otra raíz ardiente redujera su flota a chatarra.
El trafkintu clandestino
Kilómetro y medio más al sur, donde el camino se angostaba entre lomas, Kürüf aguardaba con la mirada fija en el horizonte. A su lado, Elena Valdés sostenía un portafolio repleto de planos y certificados ambientales; llevaba dos noches falsificando permisos de extracción que intentaría filtrar a la prensa. Tras ellos, una docena de comuneros cargaba sacos de maíz azul, artesanías y frutos secos: ofrendas para un trafkintu—el intercambio ritual donde se sellan alianzas.
El plan era simple y arriesgado: intercambiarían sus productos por el derecho a reabrir el “Camino Viejo”, un sendero ancestral clausurado por la forestal y convertido hoy en ruta exclusiva. “Si logramos mostrar que es vía tradicional, podemos paralizar el tránsito pesado por medidas de patrimonio”, explicó Kürüf, repasando la estrategia. Elena asentía, aunque su mente zumbaba con la misma intensidad que los motores diésel que se oían a lo lejos.
Ñamku apareció entre los pinos, apoyada en un bastón de lingue. No traía kultrun; solo un rollo de corteza pintado con símbolos serpenteantes.
—Rüpu es memoria —declaró—. Cada huella recuerda quién la pisó primero.
Señaló el asfalto: “Hoy marcaremos la memoria”. Y entregó a Kürüf un recipiente con savia negra mezclada con ceniza del fuego de Kütral. El líquido olía a tierra mojada y a sangre coagulada.
Camiones bajo el sol
A la una de la tarde, el primer convoy retumbó colina arriba. Tres camiones cargados de eucalipto asomaron por la recta, seguidos de una camioneta blindada del retén. El capo del convoy distinguía ya la fila de comuneros plantados en medio del pavimento, levantando trariwe tejidos como banderas. Molina observaba a través del dron, labios apretados.
—Ni un paso —ordenó, y el chofer redujo velocidad sin detenerse.
Kürüf caminó al centro de la calzada. Alzó la tinaja de savia y trazó un trazo sinuoso que empezó a vaporizarse sobre el asfalto, dejando una línea oscura que hervía bajo el sol. Detrás de él, dos comuneros colocaron cestas de maíz a modo de “peaje”.
El camión se detuvo a pocos metros. Molina habló por altavoz:
—¡Despejen la vía! Esto es tránsito autorizado.
La machi avanzó hasta situarse a la izquierda de Kürüf, elevó el bastón y dejó caer tres semillas de pehuén que repiquetearon en el pavimento. Pronunció seis palabras en mapudungun—demasiado suaves para el micrófono del dron—y retrocedió.
Fue entonces cuando la línea de savia se encendió. Un fulgor rojizo se propagó a lo largo del trazo, serpenteando bajo las ruedas delanteras. El caucho estalló con un gemido, lanzando al aire jirones incandescentes. El camión se ladeó; los troncos se deslizaron, levantando una nube de polvo perfumado a eucalipto y resina.
La savia ardiente siguió su curso, dibujando símbolos circulares: espirales, ojos, puelches, signos que se asemejaban a antiguos petroglifos de la zona. El fuego —pero no un fuego común, sino una combustión húmeda, casi orgánica— se adhirió al asfalto sin propagarse al bosque. Brillaba como hierro al rojo en la herrería.
El segundo camión trató de retroceder; sus luces de freno destellaron, pero raíces finas emergieron de la cuneta y se enroscaron a los ejes, inmovilizándolo como lianas vivas. El conductor saltó de la cabina y corrió, chillando.
Sobre la línea de árboles, Püllüken apareció un instante: una silueta translúcida que latía al ritmo del fuego, brazos abiertos como extendiendo alas de corteza. El dron captó la imagen y, súbitamente, sus hélices se saturaron de una resina invisible; se desplomó en picada y estalló contra el pavimento.
Molina sintió la piel hormiguear: aquello ya escapaba a cualquier protocolo. Sacó su arma, aún sabiendo que un revólver era inútil contra un espectro de savia.
Petroglifos de asfalto
Cuando la llamarada decreció, el camino reveló una imagen espeluznante: los símbolos arcaicos quedaban grabados en negativo sobre la capa asfáltica, ennegrecidos por el calor extremo. Formaban un piktogram completo: una serpiente devorando un tronco, la misma que Kürüf había visto dibujada con sangre en el cauce.
Elena, que filmaba con el celular, dejó escapar un hilo de voz:
—Esto… ¡esto es prueba documental de un sitio arqueológico vivo!
Kürüf la miró: la idea era tan descabellada como luminosa. Un sitio arqueológico no podía ser alterado sin permiso del Consejo de Monumentos; si lograban certificar esos petroglifos “vivos”, detendrían de facto la ruta forestal. Pero primero debían sobrevivir al retén.
Los comuneros retrocedieron hacia el borde, dejando las cestas intactas. Ñamku puso dos dedos manchados de savia sobre la frente de Kürüf y Elena.
—Se ha cumplido el trafkintu —dijo—. Entregamos alimento y recibimos memoria. Pero el precio está incompleto: el camino debe escoger a su dueño.
Molina avanzó entre humo y chatarra, pistola en alto. El asfalto aún estaba al rojo, pero no irradiaba calor como antes; más bien pulsaba, como piel cicatrizando. El comandante se agachó, tocó el pavimento y sintió un latido tenue bajo la yema del dedo. Retrocedió como si le hubieran puesto un hierro candente.
—Retirada —ordenó a los guardias—. Sellaremos esta vía y abriremos una nueva brecha al norte.
Sabía que si los medios veían aquella carretera convertida en reliquia palpitante, la reputación de la empresa se incendiaría más rápido que la savia demoníaca. Pero también intuía que bloquear el camino no bastaría: aquello los seguiría.
Ofrendas en el polvo
Al caer la tarde, los comuneros retiraron las cestas vacías: el maíz y las artesanías se habían carbonizado sin llama, transformados en polvo ligeramente rojizo. Ñamku lo recogió en un saquito y lo entregó a Kürüf.
—Cuando sueñes esta noche —susurró—, esparce este polvo en el menoko. Necesitaremos la guía de los pewmas (sueños) para contener la furia. El próximo paso está en el Wüñoy.
Elena guardó los vídeos y planos en un pendrive encriptado. La visión del asfalto viviente se repetía en su mente. “Memoria”, había dicho la machi. Tal vez el rüpu no era sólo un camino físico, sino una línea temporal donde se escribía la historia del bosque. Y ahora esa línea estaba sangrando hacia el futuro.
Epílogo del camino
Al anochecer, cuando el último rayo iluminó el asfalto, la serpiente-piktogram chispeó una vez más. En su ojo, una gota de savia negra quedó suspendida, latiendo con minúsculos destellos esmeralda. Nadie la vio absorber la oscuridad del crepúsculo ni deslizarse lentamente por una grieta, penetrando en la tierra como un gusano fosforescente.
En los cuarteles improvisados de la forestal, Molina revisaba las cámaras dañadas. Un operador congeló la última imagen estable: un contorno arbóreo con ojos incandescentes posado sobre la ruta. Análisis térmico: negativo; temperatura indeterminada.
—Monstruos —masculló Molina, arrojando el papel térmico al cesto.
Pero el papel no tocó el fondo: se quedó pegado, empapado de una humedad oscura que nadie vio brotar del borde del cubo metálico.
El camino ya tenía dueño, y avanzaba.

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