Serie “Püllüken: la Sangre del Bosque” Capítulo V — Püllü (Espíritu)
Capítulo V — Püllü (Espíritu)
La tarde descendía con paso ansioso sobre la Araucanía. Un crepúsculo gris-anaranjado cubría los cordones de pinos como un vendaje sucio; más allá del horizonte, la luna aguardaba su cita con la sombra. Sobre la Ruta 12, góndolas cargadas de combustible formaban un convoy silente. Comandante Molina miraba su reloj cada pocos segundos: debía llegar al menoko antes de la primera mordida del eclipse; prendería un “cortafuegos preventivo” y culparía a los comuneros de terrorismo.
En el humedal, sin embargo, todo estaba preparado para la contraofensiva ritual.
1. El círculo de araucarias
Bajo un anillo de pehuenes centenarios, Ñamku había trazado un círculo con la agua de sueños recogida la noche anterior. Cada gota depositada sobre la hojarasca abría un anillo iridiscente; el bosque parecía inhalar aquel rocío. En el centro aguardaba un tronco hueco de araucaria, venerable y rajado por rayos pasados: sería el receptáculo donde Püllüken se ofrecería, si todo salía bien.
—La savia buscará cauce —murmuró la machi—. O lo guiamos, o lo derramará todo.
Alrededor, una treintena de mujeres y hombres sostenían antorchas de canelo revestidas con resina negra. Entre ellos, Kürüf, con el brote de araucaria ahora plantado en un cuenco de greda; sus raíces se enroscaban alrededor de la arcilla como dedos. Elena Valdés, ojerosa, llevaba al hombro un bidón de agua embotellada; dentro reposaban fragmentos verdes —fibras capturadas en el menoko— que chisporroteaban fluorescentes.
2. El arribo del fuego forastero
Se oyó al fin el rumor gutural de los motores; faros cortaron el bosque con cuchilladas de luz. Molina abrió la puerta del todoterreno y bajó blandiendo un megáfono.
—¡Evacúen este terreno! ¡Actividad ígnea controlada por orden judicial!
Su mentira se estrelló contra el silencio denso del humedal. Kürüf dio un paso al frente.
—Traes llamas ajenas, comandante. Este bosque ya arde por dentro.
Detrás de Molina se alinearon guardias con lanzallamas portátiles. Al unísono, los comuneros encendieron sus antorchas; las llamas de canelo se alzaron, rojas y verdes, dibujando un muro oscilante. El primer lametazo de sombra cubrió la luna en lo alto: el eclipse había comenzado.
3. Nguillatún inverso
Ñamku golpeó el kultrun tres veces. Las antorchas se inclinaron hacia el círculo: gotas de resina candente cayeron sobre la tierra y se deslizaron hacia el tronco hueco, como si obedecieran gravedad propia. Del corazón del menoko emergió un murmullo sordo; el agua subterránea vibraba.
Kürüf hundió el brote en la grieta del tronco. Al contacto, la plantita liberó un chorro de savia oscura que recorrió la corteza rajada, encendiéndola con vetas rojizas. El aroma a bálsamo y hierro inundó los pulmones.
Entonces apareció Püllüken: se materializó desde la penumbra como humo inverso, condensándose en fibras vivas que palpitaban. Su brillo rojo fue mutando a un verde profundo al acercarse al tronco. Extendió un brazo-raíz sobre el círculo de agua de sueños; la superficie burbujeó, y una telaraña de savia se desplegó tejiendo un puente viscoso hasta el araucaria.
Ñamku alzó la voz:
—¡Choyüm küme wentru külmen! (¡Regresa al buen hombre-madera!)
La criatura vaciló; detrás, los guardias desaseguraron armas. Molina gritó la orden:
—¡Fuego!
El rugido de los lanzallamas cortó el aire. Lenguas amarillas invadieron el círculo. Pero, antes de tocar a nadie, las llamas se arremolinaron y fueron absorbidas por el puente de savia; se volvieron filamentos incandescentes que engrosaron la conexión entre Püllüken y el tronco. Lo que debía destruir, se convirtió en alimento.
Los guardias retrocedieron, atónitos. El metal de los cañones se cubrió de pequeñas raíces que brotaban en segundos, inutilizando los gatillos.
4. El sacrificio
El eclipse alcanzó su máximo: la luna, bañada en rojo, parecía un fruto de sangre suspendido. Püllüken se volteó hacia Elena; sus ojos de resina chispearon con una pregunta silenciosa. La ingeniera comprendió: ofrecía su furia a cambio de un hogar. Ella levantó el bidón de agua-fibra y lo vertió sobre el tronco. Las esmeraldas líquidas reptaron, se incrustaron en la madera como venas luminosas.
Con un gemido que parecía mezcla de crujido vegetal y lamento humano, Püllüken se deshizo en una lluvia de savia y filamentos que se fundieron con la araucaria. El tronco se contrajo, se hinchó, cobró pulso propio. Una luz verde-rojiza se filtró por las grietas, luego se apagó quedando un resplandor interno apenas visible.
Silencio. El aire olía a tierra tras la lluvia.
Pero Molina no cesó. Desenfundó su pistola de servicio —única arma no atrapada por raíces— y apuntó al corazón recién latente del árbol. Antes de disparar, el suelo se abrió: del barro surgieron manos-raíces que atraparon sus tobillos. Cayó, gritando. La pistola se deslizó fuera de su alcance.
El tronco palpitó una vez más. De la corteza emergió una hoja nueva, roja como rubí. El disparo jamás sonó; el arma quedó a medio metro, cubierta de savia.
Ñamku se acercó a Molina, arrodillado.
—El bosque ha aceptado tu ofrenda, weichafe —dijo, sin burla—. Pero toda ofrenda reclama reciprocidad.
Molina lloraba sin lágrimas; la savia le cubría la boca, silenciándolo.
5. Rescate y retiro
Cuando la sombra lunar se retiró del disco, un coro de grillos marcó el alba anticipada. Los guardias, desarmados y confusos, fueron escoltados fuera del humedal. Las góndolas de combustible quedaron intactas, cubiertas por un manto de líquenes verdes que se formó en minutos.
El tronco-ara ucaria se alzó majestuoso. Donde antes había fractura, la madera parecía nueva. Un latido profundo se sentía si uno apoyaba la mano. Kürüf lo hizo y sintió —más que escuchó— un mensaje: Protejo… mientras me protejan.
Elena, con la camisa manchada de savia, registró los datos de temperatura: la madera estaba a 37 °C —cálida como un cuerpo humano. Guardó el termómetro con manos temblorosas; sabía que ningún informe académico creer ía aquello.
Ñamku recogió un resto del puente de savia solidificado. Lo entregó a Elena.
—Recuerda: la ciencia también es memoria. Cuídala, pero no la domestiques.
6. Epílogo ambiguo
Días después, la prensa hablaba de “acto vandálico” y “milagro ecológico”: el fuego anunciado nunca ocurrió, la empresa retiraba maquinaria, el cauce del Rüku Leufü mostraba peces nativos regresando. Un brote masivo de pehuenes jóvenes despuntaba en claros antes erosionados.
Elena renunció a la forestal. Publicaba ahora un informe independiente sobre Mecanismos simbióticos desconocidos en Araucaria araucana. Nadie se explicaba por qué algunos anillos de crecimiento contenían savia oscura fosforescente.
En noches quietas, Kürüf visitaba el tronco-espíritu. Llevaba el kultrun y tocaba un latido suave. Al tercer golpe, la corteza devolvía un eco hueco y, a veces, exudaba una gota de resina negra que caía al suelo sin dejar mancha. Él la observaba absorberse en las raíces y pensaba en su abuelo: El bosque recuerda las quemaduras que los hombres olvidan.
Una tarde, un leñador forastero cortó un tocón seco a quince kilómetros del menoko. Al hundir la sierra oyó un latido, y del corazón del tocón brotó una savia oscura que se deslizó serpenteante sobre el filo. El hombre juraría que la madera tenía ojos.
¿Cierre o renacer?
El equilibrio se había pactado, pero la savia sombría permanecía, latente; protector y amenaza a la vez. Aquel que hiriera el bosque encontraría su propio hierro convertido en raíz. Y, quizás, si un día la humanidad aprendía a convivir sin desgarrar, el pehuén palpitante dejaría de latir con ira.
O tal vez no: quizá la vida siempre necesite un residuo de sombra para mantenerse alerta. Así lo percibió Kürüf al alejarse entre los árboles: el pulso en la corteza era menos frenético, más pausado, pero seguía allí —un tambor interno que recordaba al kultrun—, advirtiendo que la frontera entre cura y veneno depende de quién lleva el hacha.
Bajo la luz clareante, una gota de resina negra cayó sobre la hoja de un canelo joven. Se absorbió y la hoja brilló un instante de verde imposible. Después todo quedó quieto.
Quizá, pensó Kürüf, esa era la verdadera lección del Püllü: no existe bosque sin sombra; es la cuota de oscuridad lo que sostiene la savia que da vida.
Fin de la Serie.

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