Serie “Püllüken: la Sangre del Bosque” Capítulo IV — Wüñoy (Sueño)
Capítulo IV — Wüñoy (Sueño)
La luna creciente se cernía baja y anaranjada sobre el menoko como un ojo insomne. Un viento tibio, impropio del invierno, hizo ondular las totoras mientras Kürüf conducía a una veintena de comuneros hacia la isleta central del humedal. Todos vestían ponchos de ñire y portaban alguna pertenencia íntima: una fotografía, un trozo de corteza, un puñado de semillas. La machi Ñamku los aguardaba en un claro, donde el musgo brillaba con un fulgor pálido que parecía emanar del suelo mismo.
Aquella noche celebrarían el Pewma-tuwün, la reunión de sueños colectivos. Dormirían bajo el cielo abierto, compartiendo un mismo fuego y un mismo sopor de hierbas para dialogar con los ngen —los espíritus del lugar— y, tal vez, con la entidad roja que ahora custodiaba violentamente el bosque. “Solo en el sueño —había dicho Ñamku— se puede escuchar la voz que la savia susurra a la sangre”.
Elena Valdés se incorporó al grupo con una manta prestada. Nunca había participado en un rito nocturno; su pulso latía tan alto que sentía vergüenza de que los demás lo notaran. Acarreaba una pequeña bolsa hermética: dentro, un dron minúsculo con cámara infrarroja. No sabía si lo usaría; parte de ella ansiaba una prueba tangible de aquel mundo invisible, otra parte temía descubrir más de lo que podía asumir.
Preparativos
En el centro del claro ardía una hoguera de coigüe fresco. Ñamku espolvoreó sobre las brasas un polvo rojizo —cenizas del maíz calcinado durante el trafkintu— y el fuego viró a un tono carmesí tenue, como si quemara por dentro de sus propias llamas. Un aroma a boldo y canelo ahumado se mezcló con el aire frío.
Con movimientos lentos, la machi desató un fardo de kollong (máscaras ceremoniales) talladas en raulí. Cada participante tomó una y la sostuvo sobre el corazón; la madera parecía tibia, palpitante. Kürüf alzó la suya, esculpida con la figura de un wiñol—pez serpenteante—pintado con pigmento verde oscuro.
—Hoy cada rostro será puerta —explicó la machi—. Y cada sueño, un sendero. Si la savia oscura toca tu puerta, deja que resbale; no la pruebes con la lengua.
El rumor del agua circundante respondió con un golpeteo rítmico contra los juncos, como si el menoko asintiera.
Formaron un círculo, dejando que el humo los envolviera. Ñamku empezó a sacudir un kultrun pequeño—más agudo que el habitual—marcando un compás lento. Entre los golpes deslizó un cantar apenas audible, una letanía de nombres de ríos y montes. Los párpados se fueron entibiando.
Descenso al sueño
Uno a uno, los cuerpos se acostaron sobre mantas de quila. El olor de las hierbas y la vibración del tambor los anclaron a un sopor compartido. Elena notó cómo la línea entre la respiración propia y la ajena desaparecía, como si inhalara y exhalara en un mismo pulmón colectivo.
Dejó que los ojos se cerraran… Y la noche se reconfiguró.
No había transición. De pronto, se halló de pie en un bosque imposible: troncos colosales de araucarias que latían como gigantes dormidos; sobre la corteza corrían venas de savia brillante. Un cielo verde esmeralda oscilaba como superficie de agua. Kürüf apareció a su lado con la máscara del wiñol ya fusionada a su rostro, ojos convertidos en dos pupilas alargadas de reptil. Quiso hablar, pero solo burbujas salieron de su boca.
Alrededor, los demás soñadores vagaban en silencio. Algunos tenían raíces formando un entramado entre sus pies, otros llevaban ramas brotándoles del pecho. El suelo era una matriz gelatinosa, respirando.
Un zumbido subterráneo emergió, como miles de hojas frotándose. Un tronco humanoide ascendió de entre la turba: Püllüken, aunque en el sueño su presencia no era horror sino una gravedad melodiosa. Su savia ya no ardía rojo; brillaba en un verde oscuro, profundo, casi luminiscente.
—Ngen mapu —susurró una voz coral que parecía provenir del propio aire—. El espíritu del territorio exige equilibrio.
Las palabras no salían de boca alguna; eran intuiciones nítidas incrustadas en la mente.
Püllüken tendió un brazo-raíz hacia los soñadores. De la palma rezumó savia oscura que se condensó en semillas esféricas, pulidas como obsidiana. Cada persona recibió una semilla: al contacto con la piel, un latido resonaba en el pecho, sincronizado con otro latido poderoso bajo la tierra.
De pronto, el canto del kultrun se infiltró, distorsionado. El bosque onírico tembló: entre los troncos aparecieron hileras de máquinas taladoras cuyas sierras giraban mudas, cortando sin sonido. Al leñador espectral le brotaba del casco un rastro de resina negra. La savia goteaba sobre la tierra y allí, en lugar de araucarias, surgían eucaliptos plateados que se alzaban frenéticos, colonizando el paisaje onírico con velocidad voraz.
Elena sintió la semilla en su mano calentarse hasta quemar. La máscara que nunca se puso crujió en su pecho: raíces diminutas surgieron del borde y se adhirieron a su piel. Un terror ancestral la sacudió. Quiso correr, pero sus pies ya estaban enraizados.
—Equilibrio —retumbó el eco de Ñamku, como si la machi hablara desde el centro de la tierra—. Lo que se arranca, se siembra. Lo que se drena, se bebe.
El suelo se abrió como un diafragma y tragó las máquinas, las sierras, el ruido. Pero también se tragó parte de los troncos centenarios. Los soñadores sintieron el tirón: su propia carne absorbida por la tierra.
Elena comprendió entonces la paradoja que Püllüken traía: proteger devorando. Aquella savia oscura era un anticuerpo creado por el bosque; en exceso, atacaba incluso a las células sanas. Si el equilibrio no se lograba, la cura devoraría al organismo.
La semilla se partió en su palma: dentro, un líquido rojinegro palpitante. Se derramó, y al caer al suelo se transformó en un minúsculo brote que se retorció como gusano intentando arraigar. Una voz—¿propia, ajena, colectiva?—dijo: La vida siempre esparce sombra tras su paso.
Despertar
El estrépito de una explosión lejana sacudió la consciencia. Elena abrió los ojos: la hoguera se había apagado, reemplazada por brasas verdes que chisporroteaban. Sobre el menoko, el cielo mostraba un resplandor naranja al norte: luces de incendio. Murmullos de pánico recorrieron el círculo; algunos habían despertado gritando, con lágrimas de resina resbalando sobre sus mejillas.
Kürüf se incorporó, aún aturdido. En su mano cerrada sentía algo latir: cuando abrió los dedos, halló un brote real de araucaria, húmedo de savia oscura. Lo miró sin comprender.
Ñamku inclinó la cabeza con grave serenidad.
—El sueño nos ha hablado —dijo—. Molina ha prendido fuego al empalme de la Ruta 12, para desviar la atención de la prensa. Quiere culparnos. Y la savia… ha despertado sed.
Elena apretó la manta contra el pecho. Sus brazos mostraban marcas finas, rojizas, como raíces superficiales. La bruma del menoko se espesó; cientos de luciérnagas emergieron, formando espirales verdes sobre las cabezas. Donde el fuego se había extinguido, una huella circular de ceniza describía el mismo ojo serpentino grabado en el asfalto.
—Este es nuestro aviso —continuó la machi—. Si el bosque sangra otra vez, la savia dejará de distinguir.
Kürüf sintió un escalofrío. Recordó la topadora hecha leño, el puente colapsado, la serpiente en el camino: la espiral de violencia crecía con cada intento de la forestal. Observó a Elena: la ingeniera imaginaba las consecuencias de otro choque; sabía que la opinión pública era volátil, pero más volátil aún era la furia del espíritu que había convocado sin querer.
Eco onírico
Al retirarse, cada soñador hundió la máscara en la laguna; la madera se deshizo en un polvo oscuro que se mezcló con el agua, difuminándose en filamentos rojizos. Ñamku recogió el agua en un cuenco, la sostuvo a la luz de la luna: en la superficie brillaban minúsculos fragmentos verdes, como esmeraldas pulverizadas—señal de que los sueños habían dejado huella.
—Guardaremos esta agua para el Nguillatún inverso —dijo—. Con ella bendeciremos o sancionaremos a Püllüken.
El viento trajo un olor lejano a goma quemada y diesel. La línea del horizonte parpadeó bajo destellos rojos: los químicos de Molina ardían, devorando arbustos secos. Kürüf apretó el brote contra el pecho: la savia oscura manchó su poncho, dibujando un mapa irregular de arterias.
Un susurro serpenteó entre los juncos: El camino ha elegido sangre; ahora la sangre buscará camino.
Elena se estremeció. Imaginó la ruta incendiada, el asfalto reptando vivo, los reporteros filmando chispazos verdes mientras pescadores río abajo hallaban truchas con raíces. Y comprendió que su decisión de ayudar a la comunidad implicaba cruzar un punto sin retorno: interponer su propia sombra para equilibrar un bosque que ya no confiaba en los humanos.
Preludio al eclipse
La machi extendió el cuenco de agua soñada hacia el cielo y musitó:
—La luna vendrá herida dentro de tres noches. Püllü y che —espíritu y gente— se enfrentarán para decidir si el bosque necesita devorar a los culpables… o a todos.
Kürüf y Elena intercambiaron una mirada: el eclipse parcial sería la noche ideal para la ceremonia final, un Nguillatún inverso como nunca se había visto. Si fracasaban, el bosque quizá despertaría a un guardián sediento, irreprimible.
Al retirarse en fila silenciosa, las luciérnagas los escoltaban como una constelación líquida. Bajo el agua del menoko, filamentos de savia roja se entrelazaban con algas verdes, creando nuevas formas vivas que latían suave, como un corazón durmiendo con los ojos entreabiertos. En lo alto, la luna pareció palpitar al unísono—una premonición de que la sombra venidera necesitaría tanta luz como sangre para trazar el equilibrio.

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