Serie “Püllüken: la Sangre del Bosque” Capítulo I — Kütral (Fuego)
Capítulo I — Kütral (Fuego)
El aire helado del amanecer serruchaba los pulmones de Kürüf mientras ascendía por la ladera resbaladiza del menoko. Cubierto de niebla, el humedal parecía dormitar bajo un manto de cenizas; solo el rumor tenue del agua filtrándose entre los juncos recordaba que estaba vivo. Kürüf llevaba el kultrun de su abuela Ñamku colgado a la espalda —no se atrevía a tocarlo sin permiso, pero sentía su pulso como un corazón ajeno latiéndole contra la piel.
Cuando llegó al claro, la machi ya lo esperaba de pie junto al rehue—el tronco ceremonial adornado con kwaños rojos—envuelta en un poncho de lana negra que absorbía la luz. Sus ojos opacos parecían reflejar todo menos el fuego que chisporroteaba frente a ella: una fogata pequeña, alimentada con astillas de canelo y trozos de lleuque, arrojaba chispas color brasa que flotaban entre la bruma como estrellas cansadas.
—Tüfachi kütral (Este fuego) —susurró la anciana en mapudungun, sin mirar a Kürüf— necesita hambre, no leña.
El joven inclinó la cabeza. Entendía la metáfora: el rito exigía ofrendas sinceras; no bastaban ramas secas. Hizo un corte breve en la palma con el cuchillo de piedra que la machi le tendió. Tres gotas oscuras cayeron sobre la llama y siseó un vapor dulce, como resina caliente.
Al otro lado del claro, los primeros rayos del sol reptaban por el horizonte. Distantes, aún imperceptibles para los ojos, retumbaban motores: los camiones de la empresa forestal empezaban su ruta diaria para talar pinos y eucaliptos en la ladera sur. El zumbido, grave y lejano, vibraba sobre la tierra como un presagio metálico.
—We tripay antü —cantó Ñamku, voz áspera—; “Regresa el día”.
Kürüf tomó aire y marcó el compás con un bordoneo suave sobre el kultrun. Un latido, dos, tres… conforme golpeaba, las chispas del fuego se alargaban en arcos naranjas, dejando estelas que sólo el rabillo del ojo captaba. Fue entonces cuando algo se movió detrás del rehue: un susurro viscoso, el crujir de madera fresca.
De la penumbra emergió una figura. No tenía forma definida; era más bien una aglomeración de fibras retorcidas, como raíces forzadas a erguirse en cuerpo humano. Bajo la corteza húmeda, una savia rojo oscuro latía a ritmo del tambor; ahí donde debería haber un rostro, dos lúmenes encendidos, rojos, flotaban sin párpado.
Kürüf ahogó un grito; su brazo se paralizó con el mazo en alto. Ñamku, en cambio, ni retrocedió ni alzó la vista.
—Püllüken —murmuró, nombrando la criatura con respeto y temor—. Antiguo weichafe. Guardián… o verdugo.
El ente inclinó la cabeza, goterones de resina candente goteando sobre la hojarasca y chisporroteando en el fuego. Una ráfaga caliente recorrió el claro: el fuego pareció tomar un tono carmesí más profundo.
Kürüf pensó en las palabras de su abuelo, siglos comprimidos en un proverbio: “El bosque recuerda quemaduras que los hombres olvidan”. Ahora entendía. Aquellos pinos exóticos, plantados para la industria, eran cicatrices abiertas; Püllüken era la costra arrancada, sangrante, que volvía para proteger el tejido original.
Un trueno diésel retumbó más cerca. Entre los árboles se atisbó el capó amarillo de una topadora y el destello anaranjado de luces de seguridad. Kürüf sintió un tirón en las entrañas: su comunidad llevaba meses denunciando la expansión ilegal sobre la franja de bosque nativo; la empresa respondía con abogados y cercos nuevos cada amanecer.
Püllüken giró lentamente hacia el sonido. Su silueta se difuminó al andar, como si cada paso deshojara su figura en vetas incandescentes. En apenas un parpadeo desapareció entre los troncos.
—¡Machi! —Kürüf soltó el kultrun, temblor en la voz—. Debemos detenerlo.
Ñamku apoyó su mano curtida sobre el hombro del muchacho.
—No se detiene un río con los dedos —contestó—. Solo se redirige.
Le entregó un puñado de ceniza caliente.
—Ve. Sé ojos. Siente el dolor del kütral pero no seas su llama.
Kürüf descendió la ladera tropezando de raíz en raíz. El sol ya clareaba, teñido por el humo de las chimeneas lejanas. Al alcanzar el camino principal, el estruendo de la topadora se mezcló con gritos. Dos obreros corrían en sentido contrario, rostros lívidos; uno sostenía el casco como si fuera el único salvavidas en mar abierto.
La escena que encontró más allá heló su sangre: la topadora yacía atravesada por un tronco de roble adulto, imposible de explicar en la lógica humana. Era como si el árbol hubiese crecido en segundos desde las entrañas de la máquina, reventando el metal. El operario que aún respiraba apoyado al costado, tenía la piel salpicada con hilos oscuros de savia que se endurecían al contacto con el aire. Sus ojos, desorbitados, miraban sin comprender. El otro yacía inerte, con el pecho hundido: sobre el uniforme quedaba una marca oscura con bordes que parecían raíces finas.
Del tronco recién nacido brotaba un olor dulce, amargo y a la vez cálido. Kürüf colocó una mano sobre la corteza: latía, suave como un corazón fatigado. Por un instante, sintió la punzada de un recuerdo que no era suyo: imágenes de bosques infintos, el golpe de hacha, el humo del aserradero… y el chillido de la madera viva siendo arrancada de la tierra.
El rugir de patrullas de seguridad irrumpió a lo lejos. Kürüf retrocedió. Sabía que la mirilla de sus fusiles no distinguiría entre un “terrorista” y un mensajero con el pulso desbocado. Escuchó el crujido de ramas sobre su cabeza. Püllüken, en alguna parte de la copa, observaba.
—¿Protector o asesino? —murmuró Kürüf para sí, sintiéndose culpable de haber prendido el fuego que lo llamó.
En el horizonte, columnas de humo industrial se elevaban al cielo, ondeando como banderas grises que anunciaban guerra. Kürüf comprendió: el fuego del bosque había respondido. Ahora dependía de él y de la machi guiar aquella llama antes de que devorara algo más que máquinas.
Mientras corría de vuelta al menoko, las chispas invisibles del amanecer parecían seguirlo, dibujando en el aire una advertencia incandescente: el kütral no distingue entre manos forasteras y manos propias; solo reclama combustible.

Comentarios
Publicar un comentario