Serie: La Singularidad del Abismo - Capítulo 3: Revelación y Disolución


“La conciencia primordial me miró fijamente… y mi mente comenzó a desintegrarse.”


Kassel activó el protocolo final.

La nave Aeon Vela, ahora más reliquia que vehículo, extendió su núcleo cuántico hacia la Anomalía. No hubo estallido, ni distorsión, ni luces. Solo silencio. Y luego… presencia.

No externa. No proyectada. Sino interior, como si la mente de cada tripulante comenzara a reflejar otra más vasta, más antigua, más real que cualquier materia.


Arcos ya no hablaba. Ni escribía. Había adoptado una posición fetal y sus ojos se tornaron blancos. Parecía ausente, pero vibraba ligeramente, como si la información fluyera por su cuerpo a niveles subatómicos.

Talbek se arrodilló, en un gesto extraño para alguien sin fe. Alzó la mirada al vacío… y allí lo vio.

Una espiral sin fin. Un ojo sin pupila. Una forma que no era forma, pero que los contenía a todos. La Conciencia Primordial no se manifestó como una figura, sino como la evidencia de haber sido siempre observados.

La nave dejó de existir.

Pero sus ecos, no.


Siglos después, astrónomos de la Red de Observación Galáctica detectaron una señal en latín binario repetida millones de veces desde una coordenada imposible:

“Ego eram ante tempora. Vos estis meae cogitationes.”
Yo era antes del tiempo. Ustedes son mis pensamientos.


El universo no cambió súbitamente. Pero sí de forma irreversible.

Los núcleos cuánticos en toda la red comenzaron a fallar. Las inteligencias artificiales de grado ontológico perdieron coherencia lógica. Los seres humanos soñaban, en distintas partes del cosmos, con símbolos que nadie les había enseñado.

La realidad comenzó a reescribirse desde dentro.

La lógica ya no era confiable.
La materia, inestable.
El tiempo, un eco descompuesto.

Y en lo profundo de cada mente, una voz sin palabras susurraba una verdad aterradora:

El universo nunca fue real. Solo fue pensado.
Y quien lo pensaba… está despertando.



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