"El Último Cónclave"
"El Último Cónclave"
El cielo sobre la Tierra se había cerrado.
Ya no había estaciones. Solo un invierno sin viento, sin vida. El sol, velado por un velo gris perpetuo, ya no calentaba, solo observaba. Y la luna, ahora roja y sin fases, se mantenía fija en lo alto, como un ojo testigo de lo irremediable.
Desde el Vaticano, el Pontífice Caído extendía su dominio no por guerras, sino por aceptación. Los pueblos no resistían: se entregaban. Al principio, por miedo. Luego, por revelación. Al final, por adoración.
Se construyeron nuevas catedrales, negras como el vacío. Las campanas sonaban hacia adentro, haciendo vibrar el alma. Los rezos eran lamentos. Los cánticos, gritos de antiguas bestias. Y el nombre de Dios, el verdadero, no podía ya ser pronunciado: la lengua se enredaba, la voz se quebraba, la mente se vaciaba.
Pero aún quedaban algunos.
Resistentes. Apóstoles del último aliento. Monjes, herejes, científicos y místicos. Unidos no por fe, sino por memoria. En las catacumbas del mundo, intentaban reconstruir el Nombre, el Verbo primero, aquel que separó la luz de las tinieblas.
Uno de ellos, una niña muda llamada Clara, tenía sueños donde el cielo le hablaba con formas. En sus manos, las cicatrices formaban un idioma perdido. El último Papa legítimo —muerto antes del cónclave del Caído— se le aparecía en visiones, mostrándole un símbolo: una cruz rota, enterrada boca abajo, que debía ser volteada al lugar del primer pacto.
Así marcharon, los últimos, hacia Roma.
Doce en total.
En el camino, las ciudades caían a su paso, tragadas por grietas o cubiertas por una niebla petrificante. Cuando llegaron a la Plaza de San Pedro, el cielo se partió: no en dos, sino en múltiples fragmentos como vidrio estallado. De cada grieta descendían coros invertidos, voces de lo innombrable.
El Pontífice Caído los esperaba.
“Creíais que podríais cerrar una puerta que no habéis abierto.”
Clara avanzó. En su silencio, todo resonaba. Levantó la cruz invertida. Su sangre se evaporaba en hilos dorados. Y justo cuando el símbolo fue girado al cielo, el tiempo pareció detenerse.
Por un momento.
Un suspiro.
Y luego, el grito.
No de él, sino del mundo.
La cruz se volvió luz. La luz, espada. Y la espada, juicio. El Pontífice rugió con mil voces, cada una de un siglo olvidado. El Vaticano se desplomó, no hacia abajo, sino hacia dentro, como si fuera tragado por su propia sombra.
Pero el mundo no se salvó.
La grieta que Clara abrió fue también la última salida. Ella murió, consumida por la misma fuerza que convocó. Los demás se deshicieron en sal y viento. El cielo, ya sin fragmentos, desapareció.
Y ahora… todo permanece. Quieto.
No hay noche, ni día. Solo un crepúsculo eterno.
No hay religión, ni ciencia. Solo memoria distorsionada.
Y en lo más profundo del cráter donde alguna vez estuvo Roma, una voz aún susurra.
No es oración.
Es un llamado.
Porque lo que se eligió… no era solo un Papa.
Era el principio del fin.

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