"El Segundo Día del Pontífice Caído"
Roma callaba.
La ciudad eterna, acostumbrada al bullicio de peregrinos, al rumor de oraciones, había caído en un mutismo que no era humano. No se oían pasos en las calles empedradas, ni coros en las iglesias. Solo un murmullo persistente, grave, subterráneo. Como si la tierra hablara en voz baja.
Desde lo alto del Vaticano, el nuevo Papa —o lo que los hombres habían elegido como tal— no se movía. Sentado en el trono petrino, ya no usaba mitra ni cruz. Su corona era un halo de fuego inverso, ardiendo hacia dentro. Sus ojos no parpadeaban, porque ya no necesitaba fingir humanidad.
Aquel que había sido nombrado Angelus ahora se revelaba como Inversus.
En las criptas bajo la basílica, las estatuas lloraban sangre, y las pinturas se volvían hacia la pared. En las bibliotecas vaticanas, los textos sagrados se reescribían solos, en lenguas olvidadas por los siglos, donde los evangelios narraban no salvación, sino juicio, no amor, sino obediencia ciega a un poder más antiguo que el mundo.
Los cardenales que no huyeron se transformaron. Algunos se encorvaron y balbuceaban himnos imposibles. Otros ganaron sabiduría prohibida a costa de sus ojos, que les fueron arrancados por criaturas aladas hechas de sombra y susurro.
Y aún así, el mundo no reaccionó.
Los líderes globales callaban, en un silencio cómplice. Las pantallas no mostraban nada del Vaticano. Los drones enviados no regresaban. Las transmisiones desde Roma eran solo niebla, estática… o suspiros.
Solo un hombre —un sacerdote anciano, expulsado años atrás por herejía— se atrevió a volver. Su nombre era Padre Elías. Vestía de harapos y llevaba un libro que no aparecía en ninguna Biblia: el Liber Tenebrarum, rescatado de los márgenes del Concilio de Nicea y condenado al olvido.
Él afirmaba que el ser elegido no era solo un demonio: era el primero. Aquel que cayó antes del tiempo, cuyo nombre fue arrancado incluso de los infiernos por temor a que fuera pronunciado.
Elías cruzó la plaza vacía con el libro abierto, recitando en voz alta palabras que quemaban el aire. Las luces temblaron. El suelo se abrió. Y el Pontífice Caído lo miró por primera vez.
Entonces habló.
“¿Creíste que esto era una toma? No, viejo sacerdote. Es una devolución.”
Y alzó la mano.
El cuerpo del Padre Elías se desintegró, pero su voz siguió sonando, como un eco persistente. En cada iglesia del mundo, los vitrales se agrietaron. Los crucifijos se tornaron al revés. El rezo dejó de tener eco.
Y así comenzó el Anticoncilio.
No para discutir dogmas, sino para deshacerlos. No para elegir, sino para absorber.
Los fieles no dejaron de creer. Solo cambiaron el objeto de su fe.
Porque cuando la luz se apaga en todas las direcciones… cualquier llama, incluso una negra, parece esperanza.

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